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Doña Emilia en Compostela

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DE Dante a Juan Pablo II, de Hemingway a Miguel de Unamuno, de Machado a Gerardo Diego, de Álvaro Mutis a Cunqueiro, de Zamora Vicente a Otero Pedrayo, de García Márquez a Valle Inclán, de Paulo Coelho a Cela, de Lorca a Rosalía de Castro, de Bill Jacklin a Granell, la resumida relación de escritores, artistas y hasta papas que se citan tienen en común, a los efectos de esta crónica, haber firmado junto a otros tantos y tan relevantes prohombres algunas de las mejores páginas que se han escrito nunca sobre una ciudad. En este caso, Santiago de Compostela.

 

Cierto que los reyes la inventaron y los peregrinos la hicieron popular con el aún no superado marketing que representa el boca a boca. Pero fue la relevancia y el reconocido prestigio de los autores citados y otros más los que dieron realce a aquel conocimiento, enseñando a amar a la ciudad y mostrando cómo conocerla desde su verdadera trascendencia; más en lo emocional que en lo racional, antes en la ensoñación que en la propia realidad, en el misterio más que en la evidencia.

Porque ellos amaron Compostela muchos otros aprendieron a quererla; porque ellos supieron mostrarnos su relevancia como peregrina, como cuna del europeísmo, como “borrachera de majestuosidad”, como “extraordinaria sinfonía de monumentos” y también como “irrepetible”, o “milagro vivo”, “cidade-patria”, “bosque oscuro de piedra”, “mellizos lirios de osadía” o “piedra florecida” –que con estas y otras imaginativas metáforas la cantaron los autores que se citan– ensancharon así a los ojos de la ciudadanía la inabarcable realidad de una urbe capaz de dar sentido a todo un continente.

Acaso por esa sobreabundancia de elogios no buscados, no suele significarse la ciudad por la gratitud a quienes con tanto fervor como admiración elogian el secular asentamiento urbano donde la mano del hombre supo modelar en filigrana de piedra sus más entusiastas sueños de perpetuidad.

En esa larga nómina de singulares amigos de la ciudad hay que situar, y en muy destacado lugar, las múltiples y tan favorables referencias que en gran parte de sus obras dedicó a Compostela la coruñesa Emilia Pardo Bazán. Una constatación a la que, siempre atento a cuanto acontece, el Ateneo compostelano supo dar el merecido lustre en este año de feliz y variada celebración del centenario de la muerte de la escritora de Los pazos de Ulloa.

Las dos más emblemáticas salas del universitario Pazo de Fonseca acogen la muestra que hasta el día 24 de este mes es posible visitar, comisionada por quien acaso sea el mayor estudioso de la obra de la escritora, el catedrático de la USC José Manuel González Herrán, y el profesor de la UNED Santiago Díaz Lage. Una muestra a la que prestaron su apoyo la propia Universidad junto a la Secretaría Xeral de Cultura de la Xunta y el Ayuntamiento capitalino.

La reflexión que aquí se propone, especialmente a la luz de los múltiples actos programados con motivo de tal efeméride en otras ciudades, singularmente en A Coruña y Madrid, es si el tangencial apoyo a una iniciativa cívica debe agotar la contribución oficial del Gobierno local a una escritora que unió a su indefectible amor por la ciudad los tan en boga valores de un espíritu rompedor, adelantada a su tiempo y claramente significada en la defensa de los derechos de las mujeres.

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